Hubo
un tiempo en el que cargué con más equipaje del que podía portar,
y ese exceso supuso una lesión que aún a día de hoy me sigue
doliendo. Así pues y tras comprender que algunos de mis problemas
son crónicos, entendí que no estaba hecha para cargar con todo ese
peso. Nací desnuda y libre de cargas, de manera que no existe un
factor natural que me obligue a continuar con semejante autocastigo,
algo que todos deberíamos aplicar en nuestro día a día.
Al
margen del dolor autoinfligido (a veces sin ser conscientes del
mismo) también tenemos que enfrentarnos al que nos causan otros. En
mi caso hace mucho tiempo que descubrí que se es más feliz
perdonando. Y aunque muchos piensen que a veces se torna una tarea
compleja que requiere de una madurez que no siempre tenemos a nuestra
disposición, creo que el perdón nos permite ser libres. A veces la
cuerda que usas para arrastrar todos tus pesares es tan fina que
acaba rompiéndose inevitablemente (con el daño emocional que eso
conlleva). Uno no puede esperar a que eso ocurra, sobre todo porque
nuestra especie ha sido creada para experimentar la libertad y vivir
con plenitud cada elemento que nos rodea.
Me
costó llegar a esa conclusión. A esa y a la de aceptar a los demás
tal y como son sin necesidad de recuperar las emociones que les
entregas. Nos empeñamos en aplicar nuestras propias leyes sin
cuestionarnos si tal vez nosotros no habremos errado al otorgarle
poderes plenos a quien no los merece. Hacer autocrítica no es fácil,
requiere fortaleza y capacidad para ser objetivo. Por tanto, en
algunas ocasiones nos veremos jaleados y queridos mientras otras
veces seremos juzgados y rechazados. Eso forma parte del ciclo vital
y no podemos ni debemos evitarlo.
Desde
pequeños nos someten, nos inculcan que debemos sucumbir y ceder a la
presión para integrarnos. Nadie nos dice que es necesario ser uno
mismo y que el precio de tal privilegio es asumir las consecuencias.
Algunas personas tenemos miedo a decir “no” por temor a la
conjetura, al juicio e incluso al daño que supone el destierro. Y en
el mundo de la música responder a veces con una negativa significa
tener que retroceder a zancadas aquellos pasos que diste con mucho
esfuerzo. De pronto te encuentras en tesituras que no siempre tienen
que ver con tus capacidades artísticas y que pueden suponer límites
en forma de puertas cerradas a cal y canto. No es justo. Sobre todo
teniendo en cuenta la cantidad de obstáculos que una persona puede
hallar en el camino. Y si me lo permiten, además me parece una
auténtica contradicción, porque a todos nos encanta decir que los
artistas son unos bohemios que no dependen de nadie y determinan sus
rumbos sin tener en cuenta opiniones que no sean las suyas. Es
mentira. Ese tipo de artistas no suelen gozar de apoyos o simpatías,
más bien se ganan “enemigos” y alguna que otra bofetada.
Siempre
me ha gustado ponerlo todo en duda, un defecto cuando se trata de
formar parte del universo cantarín. A nadie le gusta que una
cantante se convierta en un auténtico fastidio cuestionando si las
cosas aún se pueden hacer mejor. De manera que ahí estuve yo,
danzando por los tristes y desoladores pasillos de un laberinto
esperando encontrar en la siguiente esquina la salida que
significaría llegar a mi meta. En lugar de eso tuve que ir marcha
atrás porque si no las bestias que había repartidas por el espacio
acabarían alcanzándome.
Tras
muchas jornadas de llantos, pataletas e hipótesis respecto a por qué
merecía tal venganza del destino, hallé la fórmula para seguir
respirando, y no fue ni más ni menos que a través del perdón. Esta
decisión me ha permitido avanzar en otros campos y por supuesto
dormir a pierna suelta. Eso sí, me alejé cuanto pude del pérfido
laberinto, porque una cosa es perdonar y otra aprender de los errores.
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